Montes Arache: gran centurión naval y noble anfibio del Caribe

“ANFIBIO: Especie difícil de destruir que ataca solo cuando es provocada, puede vivir dentro del agua y fuera de ella. Funciona igualmente en la tierra, en el agua o en el aire; es decir, se adapta a cualquier situación por difícil que sea.”

El  28 de diciembre del 2009, en la Base Naval 27 de Febrero, fueron honrados los restos del almirante Manuel Ramón Montes Arache, ministro de las Fuerzas Armadas de la República en Armas en la Revolución de Abril de 1965, uno de nuestros  líderes militares del siglo XX, quien abordó la barca de Caronte, casándose con la gloria. La Marina de Guerra, ahora Armada de República Dominicana, en tan solemne ocasión  contó con la presencia del entonces presidente de la República, doctor Leonel Fernández, “reivindicador de los militares constitucionalistas”, con el recinto naval “empavesado de justicia histórica”.

En el Club Naval para Oficiales, el 22 de agosto del 2009,  ya la Jefatura de Estado Mayor de la Armada había ofrecido un almuerzo de confraternidad al Cuerpo de Nadadores de Combate, unidad élite anfibia  de la entonces  Marina de Guerra, conocida  popularmente como  los legendarios Hombres Rana, encabezados por su comandante, vicealmirante Montes Arache.  Dicha actividad fue motivada   por el licenciado Ángel Lockward, a raíz de la puesta en circulación de su libro: “La Leyenda de los Hombres Rana”, donde fuimos  testigos  del reencuentro de esos intrépidos y valientes gladiadores  marinos con la historia. Desde ese lugar, salieron ellos, fusil en mano y cara al sol, entonces jóvenes y dispuestos a dar “Todo por la Patria”, con la firme convicción de que defendían la Dignidad  Nacional.

Con su formación militar intacta, a pesar de los maremotos de desengaños que sufrieron los militares constitucionalistas por tratar de restaurar el primer gobierno impuesto por el pueblo, después de treinta y un años de una férrea dictadura,  en ese almuerzo ofrecido en su honor, esos guerreros navales, al cabo de cuatro décadas y casi un lustro, pregonaron a viva voz que ninguno, a pesar de las grandes precariedades por las que han pasado, ha cometido crímenes o delitos que mancillaran el inmaculado uniforme militar. Al rememorar tales  testimonios, confió en  que los mandos uniformados actuales, con responsabilidad, se motiven aún más en la profundización de las necesarias depuraciones, para que no se repitan casos alarmantes como el de Paya, enfrentado con valor y responsabilidad por una pléyade de oficiales y alistados, y otros hechos igual o peor de  vergonzosos. El  compromiso debe estar  por encima del grupismo, presiones políticas e intereses económicos,  para seguir echando las lacras y rémoras que aún permanecen en los recintos militares y policiales... y que nunca más regresen.

Recuerdo las palabras que escuché de labios de ese egregio infante de marina, ya en su lecho de muerte, en la pequeña habitación, rodeado del cariño y admiración de familiares y compañeros de lucha, sintiendo la brisa fresca de la navidad,  antes de partir a otra de sus  misiones, esta vez sin retorno. Resulta que, al observar un fusil colocado al lado de la cama, con un dejo de curiosidad pregunté, en voz baja, sin saber que él escuchaba,  el significado de esa arma de guerra cerca del enfermo. De repente, el almirante Montes expresó con gran esfuerzo,  irradiando  patriotismo: “ese fusil está ahí por si la Patria me necesita de nuevo para defender su dignidad y honra”.

Con una nutrida representación del Estado dominicano, familiares, amigos del ilustre difunto, y la presencia leal de los soldados de negro, despidiendo su comandante eterno, inició el ceremonial naval de  honras fúnebres, ejecutado con marcialidad por la tropa conformada por sus compañeros de blanco, presentando armas, sable al ristre -en señal de respeto-, con el sonido luctuoso y marcial  de la corneta, al acorde artillero de   las ondas expansivas de esos mismos cañones que rugían, testigos de la epopeya de 1965, refrendando con sudor, sangre y sacrificio,  desde la trinchera del honor,  el Alma Nacional.

En esos instantes, recordé épicos relatos de la época, narrando cuando  los cañonazos  salían desde  un buque de guerra dominicano, tratando de amedrentar la decisión impertérrita de hacer Patria, ese histórico abril, mientras  en el sótano del Palacio Nacional, el presidente Constitucional, Dr. Rafael Molina Ureña, sus asistentes y compañeros, entre los que se encontraba mi padre, el almirante Luis Homero Lajara Burgos, cuando  se  estremecía la cúpula del capitolio con el impacto de la entonces irreverente artillería naval, cantaban, henchidos de fervor patriótico, el Himno Nacional.

Ese 28 de diciembre (2009), en el apostadero naval de Sans Soucí, escoltando las cenizas del ilustre centurión naval, después de una breve pero emotiva ceremonia a cargo de la Liga Naval Dominicana, abordamos, junto  a la comitiva oficial, nuestro buque insignia, el patrullero de altura almirante Didiez Burgos, desde el cual, al zarpar a las aguas del gran Caribe, cumpliendo el deseo de que su espíritu, hecho polvo, fuera esparcido en nuestras aguas soberanas, instruimos poner la proa  del buque a la cúpula del capitolio, y cuando la misma  presentaba un proyección que cortaba diagonalmente el centro de la misma, impartimos las instrucciones; el corneta tocó silencio, y esas cenizas legendarias, henchidas de grandeza, con el sol en el meridiano, salieron del guante blanco del oficial hijo del prócer constitucionalista, cayendo lentamente a su morada final -el  inmenso mar-, como acto simbólico de paz y reivindicación entre hermanos uniformados, refrendando  fidelidad a la Constitución y  las leyes, bajo el faro de Dios.

¡Gloria eterna para usted!... ¡Almirante ANFIBIO del 65!